CELEBRACIÓN A LA ANTIGUA
Por la tardecita del 23 de junio, los caminos vecinales se llenaban de canciones alegres. El pespunteo del requinto, de la guitarra y de la bandola, y el son acompasado de atabales y tambores, convergían en ritmo de joropo o de bambuco.
Guitarristas y requinteros hacían los ludios e interludios con gran agilidad de
dedos y rasgar de los encordados.
La nochebuena sin queso
Y el San Juan sin aguardiente
Es los mesmo que la boca
Sin la lengua y sin los dientes
En la noche se encendían las candelas de San Juan, que lampeaban sobre el verde
violento de los cañadulzales y en las altas copas de los encenillos.
En donde quiera que había galón de arrendatario, caneyes de aparcería o casas patronales,
alzaban al cielo sus lenguas las candelas de San Juan. Los cohetes rasgaban el
aire por valles y montañuelas. Cuando reventaban en lo alto con alegre
estampido, las luces de las bengalas presumían de meteoros como si Saturno,
Júpiter y Venus se hubiesen concertado para hacer luminosos guiños a los
fiesteros. Corría un anisado y había no pocos entreveros y pendencias:
Yo a veces quisiera ser
Chinguecito colorado
Para poderte abrazar
Sin temor por lao y lao.
El 24, día de San Juan, las campesinas amanecían estrenando enaguas de olán
florido, vistosos collares de peonías espaciados con fuentecitas de azabache,
escotes con pasamanerías y muchos encajes y perendengues.
En los intermedios y entre los chapoteos que levantaban muselinas de agua y
chorrear de cabelleras blondas o endrinas, y jugar del viento sanjuanero con
los anacos de pancho colorado, venía la copita de mistela o mejorana custodiada
por regimientos de bizcochuelos y arepitas de achira.
Después del baño, viejas y mozuelas ungían sus cabellos con Tricófero de Barry
y Kananga. “cuarta y geme” de galón negro alcanzaba para sujetar las alpargatas
nuevas sobre los empeines recien labados. Cantaban los mozos al son de las
guitarras:
Avísame cuando vas
A refrescarte en el baño
Para llevarte el “anaco”
Que yo solo no me amaño.
Y a comer el asado tradicional!. Su preparación requería un meticuloso proceso.
Perniles, cabeza, costillas y tronco del marrano recibían la consagración
ritual de las especias: cominos, pimienta, nuez moscada y mostacilla. Y de las
yerbas: culantrillo, eneldo, poleo, cebolla cimarrona y ajo.
Y para mejor adobar, una buena rociada de vinagre de la tierra.
Así adobado, el marrano se iba al horno caldeado con bagazo y guadua seca en
cazuelas de barro cocido, se tapaban las bocas con hojas de “bihao” y se
atrancaban con horquetas de varejón. Una hora después, el olorcillo a estofado
anunciaba que la carne se estaba dorando y que la salsa comenzaba a escurrirse
por los esportillados.
San Juan era fiesta rural. San Pedro urbana; pero las dos estaban unidas hasta
por diez días de regocijos continuos. San Juan, San Juanito, San Pedro, San
Pedrito, San Pablo, San Pablito. En veinte pueblos y villas, encerronas de
toros bravos del Sartenero o de la manguita, descabezadura de gallos y
caracolear de bayos y moros finos, retintín de estribos, bailes de “primera” y
de “Palo parao” y “alpargate lavao”. Y mucho trago: brandy donde los Ucroces,
Manríquez, Duranes y Cuellar Duraán, etc. –“Resacao” de anis en el pueblo.
Mas una que otra “cumbrera” en pajijí y calle caliente, y uno que otro
“pisaganao” asteado en los fondillos por los toros bravos en la plaza de San
Pedro.
Así eran San Juan y San Pedro en el Huila.
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